Hasta la mitad de la primera década de este siglo, vivíamos en España sumergidos en la ficticia era de la prosperidad, tanto la élite como la masa; la primera porque se lo puede permitir siempre que no corra riesgo su establishment; la segunda porque a pesar que sudaba lo que ganaba, esa ganancia le hacía pensar que otro mundo era posible. En esos “mundos de yupi” las tradicionales estrategias de ventas hacían agua y sus servicios o productos corrían el riesgo de no ser competitivos, por lo que el parqué empresarial a duras penas tuvo que reconfigurar, por un lado, sus políticas comerciales, a partir de las relaciones vitales que conseguían constituir con el rey del cotarro, fuera rico o pobre: el cliente; y por otro sus políticas en materia de recursos humanos, posibilitando un clima laboral adecuado al florecimiento del buen rollo y, por derivación, factores productivos valiosos como la creatividad, la ilusión o el compromiso.
Pero hete aquí que sin preguntar llegó la crisis a la piel de toro, que lleva ya más de siete años ahogándonos, incumpliendo el dicho del tiempo de las plagas de Egipto. Explotaron burbujas por doquier, al traste con los derechos de los trabajadores, aumentando peligrosa y considerablemente las bolsas de paro, de miseria, desesperación… y, en resumen, esa alegría y abundancia fue desapareciendo en la masa (la élite sí siguió en sus particulares mundos de yupi). En este orbe occidental preñado de superproducción, algunos sectores generaron, incluso, excedentes que no han sido absorbidos por la menguante demanda española ni europea, sumido en un lienzo de tristeza económico social ¿Qué política comercial deben aplicar las empresas decentes que todavía siguen funcionando? La respuesta me es sencillo decirla y no tan fácil de llevar a cabo: centrarse en principios o, dicho de otra forma, hoy más que nunca las estrategias comerciales del españolito y la españolita tienen que encontrarse sustentadas en claros y profundos valores, credos y filosofías (Fuente de la imagen: pixabay).